En medio del pesimismo contemporáneo y la apatía generalizada en una sociedad agotada, que se ha visto sustraída de su fundamento, finalidad y básico requisito de supervivencia, el bien común, hace necesaria una reflexión propia de nuestro espíritu nacional en el marco de las aspiraciones universales por la paz social, para entender que cura habría para el malestar generalizado.
Al respecto, en nuestro país, una pequeña capitanía general que se elevó en los albores del fin de la historia hasta convertirse en el actual proyecto neoliberal, como un “jaguar”, ha demostrado que en la opulencia de la diversificación de los créditos y la complejidad del sistema bancario, no hay solución visible a la pobreza estructural de amplias capas de la sociedad.
Esto se suma a los problemas educacionales que impactan a todas las clases sociales, en donde ya no se entiende lo que se lee -si es que aún se lee más allá de los ladrillos digitales condensados de la transparencia digital- o a una desconfianza que pone en peligro la institucionalidad ante una corrupción rampante que afecta inclusive a los Tribunales de Justicia del Estado chileno.
Dicha crisis consustancial a nuestra sociedad, desde la Dictadura, permite afirmar con certeza que así como nuestro país eleva al oriente su majestuosa y blanca montaña, es bañado al poniente por su tranquilo mar, colinda al norte con el Perú y al sur con el Cabo de Hornos, alza, en su centro, no un feliz Edén, sino una farsa nacional que esconde la naturaleza sincera y obscena de nuestra democracia: una sociedad injusta.
Observando nuestro Chile, vemos producidas grandes riquezas y erigidas exuberantes industrias extractivas y financieras, pero donde sea que pongamos nuestra mirada, se nos revela que la gran mayoría de los niños y jóvenes del país son privados de los aspectos esenciales de sus Derechos Humanos, expuestos a la pobreza material e inmaterial, a la violencia intrafamiliar, a la cultura de la muerte y los excesos, y a la represión e indiferencia de la autoridad.
Pero no siempre ha sido así. En nuestra finitud y pequeñez se encontró siempre un espíritu de valor único, aspiraciones de justicia y verdad que movilizaron durante el siglo pasado en la historia democrática diversos proyectos de rehabilitación social, de elevación de las clases populares, de grandes cambios en favor de las amplias mayorías sociales.
Ya fueran los Alessandri, el ibañismo, el Frente Popular, la Revolución en Libertad o la Unidad Popular, todos tenían como sujeto primordial de su política al pueblo chileno, especialmente los más pobres. Sujeto político ignorado y desatendido, sujeto social apartado, sujeto cultural renegado y disminuido en la actualidad.
En cambio, hoy, tras la vuelta a la democracia y las promesas de libertad y progreso, vemos el fracaso del experimento social centrado en el consumo. Se ve abandonada la persona, descompuesta la familia y propagada una cultura donde la “muerte dulce” parece más realista y razonable que reformar el sistema de salud o la previsión social, una cultura de la putrefacción donde es más admirable el hedonismo y la violencia del narcotraficante que el trabajo del obrero y el campesino.
Una sociedad que no castiga, sino que ampara a quien delinque con cuello y corbata pues “el que puede puede, sino, aplaude”, una convivencia que no rescata al vulnerable ni fortalece el espíritu creativo, sino que, lo derriba y humilla por los celos y el orgullo pues “quien puede te caga”.
Una nación que es indiferente a sus hijos, es una nación que convierte bosques en desiertos. Solamente los necios e ignorantes son indiferentes al cuidado y la educación de quienes hoy viven el amanecer de sus vidas y, peor aún, indigno es aquel país que permite que su prole no cultive su intelecto y su salud física, exponiéndola, al contrario, a una vida de penosa servidumbre, condiciones paupérrimas y carencias indolentes.
Las promesas de “alegría” tras la vuelta de la democracia se desvanecieron en el aire tras años de administración de la Concertación de Partidos por la Democracia e incluso, profundizaron los malestares, el desorden y caos social por la perpetuación de la pobreza material e inmaterial del pueblo chileno, como también, de la desigualdad.
El modelo centrado en la libertad individual y la propiedad privada, en el consumo y la neutralidad del Estado ante las cuestiones sociales, fracasó. La teoría del chorreo y del endeudamiento generalizado no aguanto más, y tuvo su primera gran fractura el 18 de octubre del año 2019: La revuelta.
Dicho acontecimiento mostró un despertar con fuerza de la exigencia nacional de cambios sustanciales, que se traducen en el cambio de la norma fundamental de la Dictadura. Que, en el plano formal, además de adolecer ilegitimidad de origen en relación a la soberanía del pueblo, arrastra un mal material, el cual consiste en -con complicidad de las normas legales como el Decreto Ley N° 3.500, o la Ley N° 18.010, que permite la usura- ignorar las obligaciones internacionales del Estado de Chile en relación al sistema Internacional de Derechos Humanos.
Esto, desconociendo la primacía e integridad de la dignidad humana y su necesaria realización a través de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales, que implican la relevancia de la función social de la propiedad y los deberes positivos del Estado y el conjunto de la sociedad en materias fundamentales como la seguridad social, el trabajo, la educación, la salud y otros derechos innatos a la naturaleza humana.
Ahora bien, tras dos procesos constitucionales fallidos, en medio de un gobierno progresista, con una derecha que afirma defender la vida y una izquierda que dice representar los intereses del pueblo, no parece haber salida.
Se ha defraudado la obligación más sagrada que tiene la humanidad, el fundamento primero de la vida en común, la realidad inclusive biológica de la dependencia y vulnerabilidad del ser humano: vivimos en sociedad para ser socorridos y, sobre todo, para socorrer a los otros. Si la sociedad no es una comunidad de amistad, no es sociedad, es simplemente un rebaño encaminado al matadero del coliseo para que con su propio sacrificio disfrute de su destrucción.
No hay deber más importante que garantizar que se respeten los derechos y obligaciones de la persona humana, para que todos puedan vivir libres de la violencia de la pobreza material e inmaterial, que son la fuente de todos los males sociales como la delincuencia, el alcoholismo, la corrupción, la envidia, el racismo y toda forma de discriminación. Pues la paz viene de ser capaces de contribuir con lo mejor que tenemos, y con todo lo que somos, para crear un mundo que apoye a todos. Pero también es asegurar el espacio para que otros aporten lo mejor que tienen y todo lo que son.
El dilema constitucional y legal chileno subyace en la desviación maestra de nuestro ordenamiento jurídico que es la base para la inversión inmoral de la convivencia: se ha supeditado la vida intelectual, la vida espiritual y la vida familiar al consumo.Y, el consumo, se determina por la producción, y la producción es guiada (tal vez perdida) por el afán infinito de lucro. La norma fundamental, como toda ley, podrá ser legitima solo cuando sirva al bienestar del pueblo, como afirmaba Cicerón “Salus populi suprema lex est” (De Legibus III, part. III, sub. VIII).
Las cartas están sobre la mesa, seguimos nuestro actual camino de la barbarie y condenamos nuestro país al atraso, a la violencia y el terror o, por el contrario, valientemente, volvemos a pensar en el bien común y reconocemos el verdadero valor de la dignidad humana. La verdadera paz es fruto de la justicia, no del plomo, el acero o el fuego, solo la justicia dará paz y esta será duradera, de lo contrario, solo se está echando sal a los campos para que nunca vuelvan a germinar.
Por Alonso Salinas Presidente de la Comisión Chilena de Derechos Humanos
Publicado en El Desconcierto.